Sinesio López Jiménez
Los programas cuentan poco para ganar una elección. En ningún país, ni en el más racional del mundo, el programa decide una elección. Los programas son generalmente documentos abstractos y abstrusos que casi nadie lee. Ellos tienen un alto costo en tiempo, dinero y esfuerzo que el elector común y corriente no está en condiciones de solventar. ¿Para qué sirven entonces los programas?. Ellos sirven más para gobernar que para ganar una elección. Los programas de gobierno son elaborados por los equipos técnicos e intelectuales para otorgar racionalidad a las decisiones y a las acciones políticas de los gobernantes. Los hombres de acción, como decía Max Weber, deciden en función de valores e intereses y las consecuencias de su acción no son rigurosamente previsibles. Pero una decisión razonable exige aplicar en la coyuntura en la que se opera los conocimientos disponibles para reducir la imprevisibilidad.
Para ganar una elección es decisivo el candidato, su discurso hegemónico e integrador, su capacidad de comunicación con los electores, su carisma, su credibilidad, su organización (cuando la tiene). En ese sentido el programa sirve mucho al candidato que lo asume como el contenido de su discurso y que lo traduce en el lenguaje de la gente de a pie. El candidato (como político) se mueve con una racionalidad de valores (desarrollo, justicia, libertad, transparencia, democracia) y con una racionalidad instrumental (uso de los medios adecuados para conseguir los fines deseados) que proviene del programa. Los técnicos, en cambio, se mueven exclusivamente con una racionalidad instrumental. Los avances científicos actuales han permitido, sin embargo, avanzar también en la “cientificación” de las decisiones y pasar, según Jurgen Habermas, del modelo decisionista (en el que juegan un papel decisivo los políticos) al modelo tecnocrático (en el que ese papel corresponde a los tecnócratas).
Tanto Weber como Habermas asignan un papel pasivo a los electores que se limitan a legitimar o desligitimar lo que deciden los políticos o lo que plantean los tecnócratas. Los políticos deciden, los técnicos saben y los electores (opinión pública) aplauden o pifian. Esta es una cuestión discutible porque los electores (sobre todo los peruanos) han mostrado tener una cierta racionalidad pragmática sorprendente. En realidad, existen diversas racionalidades pragmáticas de acuerdo a los intereses inmediatos y a la cultura política de los electores. El buen candidato es el que sabe empatar con la mayoría de ellos y despliega un discurso en el que esa mayoría se siente incluida. Las elecciones de las últimas décadas, especialmente luego del colapso de los partidos, muestran que los electores, apelando a diversos motivos, escogen, prueban y desechan a los políticos. En este sentido, la volatilidad no es de los electores sino de los políticos. Pese a ello, es difícil sostener que estamos pasando de un modelo tecnocrático a un modelo democrático.
Echando una rápida mirada a los programas de los candidatos, el de Ollanta es el único que propugna cambios sustanciales – modelo económico para el desarrollo, defensa de los recursos naturales y del medio ambiente, reforma radical del Estado, cambio de la Constitución del 93, descentralización, reorientación de las políticas económicas, políticas sociales de calidad para todos, reducción drástica de la desigualdad y de la pobreza, democracia de calidad- que empatan con las demandas de cambios de las mayorías. Este es el gran desafío de Ollanta. ¿Tendrá tiempo político suficiente para producir ese empate entre su candidatura de cambios profundos y las demandas de las mayorías, para remontar la desventaja que muestran las encuestas y para pasar a la segunda vuelta? En el curso de la campaña (que recién comienza) lo sabremos.
Los programas de todos los candidatos de la derecha pueden ser resumidos en una frase: continuidad neoliberal y neopopulismo agresivo. A ellos los separan no los programas sino las ambiciones de poder (político y económico): Disputan la plata que llega sola.
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