lunes, 12 de septiembre de 2011

Humala y la legitimidad de la democracia


Por Steven Levitsky (*)

"La desconfianza es una receta para el voto “antisistema”. Sería erróneo, entonces, actuar como si el Perú estuviera bien hasta el 5 de junio y de pronto se hubiera “jodido” con la elección de Humala. La democracia ya estaba mal", analiza en su artículo de hoy, el reconcocido profesor de Ciencias Políticas en Harvard.
Humala y la legitimidad de la democracia

Casi todo el debate sobre el futuro de la democracia bajo Ollanta Humala (y me incluyo) se ha enfocado sobre el eventual daño que podría hacer a las instituciones democráticas (¿será o no será un presidente autoritario?). Pero también vale la pena preguntarse si este gobierno podría fortalecer a las instituciones democráticas. Creo que sí, sobre todo en términos de confianza pública.
La democracia peruana no gozaba de buena salud cuando llegó Humala a la presidencia. Había un descontento enorme.  Según el Latinobarómetro, solo el 28% de los peruanos estaba satisfecho con la democracia en el 2010, comparado con 49% en Brasil y 56% en Chile. En cuanto a la confianza en las instituciones, el Perú estaba en el último lugar. Solo el 13% tenía confianza en los partidos políticos (peor que Guatemala, Honduras y Paraguay) y solo el 14% confiaba en el Congreso (el promedio en AL era 34%). Y mientras el 45% de los latinoamericanos –y más del 50% de los brasileños y chilenos– confiaba en su gobierno, solo el 25% de los peruanos lo hacía. En el 2010, la economía peruana crecía más que la de cualquier otro país sudamericano, pero la aprobación del gobierno estaba por debajo de todos. Mientras en Brasil, Chile, Ecuador, Honduras, Paraguay y hasta México esa aprobación superaba el 50%, en el Perú estaba en 30%. 
La desconfianza pública es peligrosa para la democracia. Si la gente no confía en las instituciones, estará menos dispuesta a defenderlas y más dispuesta a apoyar figuras (outsiders, golpistas) que las atacan. La desconfianza es una receta para el voto “antisistema”. Sería erróneo, entonces, actuar como si el Perú estuviera bien hasta el 5 de junio y de pronto se hubiera “jodido” (para decirlo como Zavalita) con la elección de Humala. La democracia ya estaba mal.   
Una causa de la desconfianza política se debe a que pocos gobiernos han cumplido con sus promesas electorales. Las políticas adoptadas por Fujimori tenían muy poco que ver con lo prometido en la campaña de 1990. Alejandro Toledo tiene fama de no cumplir con sus promesas. El candidato García prometió el cambio responsable –interpretado por muchos como un reformismo moderado, estilo Lula o Bachelet– pero gobernó de una manera conservadora. 
El Perú lleva más de dos décadas sin un presidente que cumpla con su palabra. No es poca cosa. Cuando la gente no percibe una mínima relación entre lo dicho en la campaña y lo hecho en el gobierno, crece la desconfianza. ¿Para qué sirve el voto si no influye sobre el comportamiento de los gobiernos electos? Si no hay relación alguna entre los resultados electorales y las políticas públicas, ¿para qué sirve la democracia? Que haya una brecha entre las promesas electorales y el comportamiento de los gobiernos es normal en una democracia: las condiciones cambian, surgen problemas inesperados. Pero en el Perú esa brecha creció demasiado, con consecuencias graves en términos de confianza pública.
La élite política y económica no tomó muy en serio este problema durante la última década. Los gobiernos de Toledo y García se enfocaron casi exclusivamente a la política macroeconómica, prestando poca atención a las demandas públicas. Obviamente, es importante mantener políticas macroeconómicas sólidas, pero una lección de las últimas elecciones es que un buen manejo macroeconómico y la confianza de gente con apellidos como Dubois y Althaus no son suficientes para garantizar la estabilidad democrática.
Cuando la economía crece 9% y la imagen del gobierno está por debajo del 30% hay un problema. Y el problema no es que los peruanos sean tristones o que les falte sol u oxígeno. Es político. Y en democracia, guste o no, la política importa. Aunque parezca superficial o demagógico, los gestos políticos (ir a Bagua, llevar el Congreso a Ica) importan. Y aunque parezca irracional, ineficiente y hasta populista, aplicar algunas políticas que responden a las demandas de la gente importa. (Paradójicamente, el último presidente que entendía la importancia de la política fue Fujimori, un autoritario).
Desde esta perspectiva, el inicio del gobierno de Humala ha sido muy positivo. Ha hecho como presidente lo que nos dijo durante la campaña que haría. Aumentó el salario mínimo, impulsó con éxito la Ley de Consulta Previa, negoció un importante gravamen minero, inició los programas sociales Pensión 65, Beca 18 y Cuna Más, y amplió el programa Juntos. Uno puede estar de acuerdo o en desacuerdo con estas medidas. El punto no es ese. Lo importante es que estas políticas eran promesas centrales de la campaña. Humala cumple su palabra. Y, en términos democráticos, está muy bien. Si las cosas siguen así, es posible que el nivel de desconfianza pública empiece a bajar. 
Hay otras promesas que serán más difíciles de cumplir, sobre todo, la lucha contra la corrupción y la inseguridad. Son problemas estructurales del Estado que, por más voluntad que haya, son muy duros de cambiar en el corto plazo. Y como la corrupción y la inseguridad son –según las encuestas– problemas medulares para la sociedad, no solucionarlos puede traer costos importantes. Pero, en términos políticos, me parece que el gobierno empezó bien. Se ha preocupado mucho más que sus antecesores por las demandas del electorado, y no es poca cosa.
Humala, cuya presidencia nace de una crisis de confianza pública, está en condiciones de combatir esa crisis. Que tenga éxito. Los problemas de la democracia deben curarse en democracia. Y nadie sabe cuánto puede durar una democracia sin confianza pública. 

(*) Profesor de Ciencia Política, Universidad de Harvard.